lunes, 2 de diciembre de 2013

Visita a la Casa Museo de Rosalía de Castro, en Padrón

Escribí este texto durante un viaje a Galicia en el verano de 2010, el año en el que se conmemoraba el 125 aniversario de la muerte de Rosalía de Castro (1837-1885). 




En una de esas tardes lluviosas de Galicia, con las cimas de los montes cubiertas por la niebla cerrando el horizonte y entre el rumor de aguas fuentes y ríos verdes y cristalinos, lejano el mar, llegué a la casa de Rosalía en la villa coruñesa de Padrón.  Desde el paseo del Espolón, a orillas  del río Sar, con la imagen de Rosalía presente en el recuerdo que evoca en el extremo del paseo la estatua erigida por Os padroneses do Uruguay,  y tras cruzar el canal y el paso a nivel,  al otro lado de la estación en “ A Matanza”, se encuentra la Casa Museo de Rosalía.



Una ancha y redondeada cerca granítica, maciza y húmeda, guarda el recinto de los últimos cinco años de su vida. El jardín silencioso, verde, en la plomiza y lluviosa tarde de verano es el anuncio del paisaje interior. Los centenarios ficus de mil troncos,  el nogal, el sauce. el peral, el castaño, el roble, los hibiscos, las hortensias, ceden sus hojas a la lluvia que lentamente se adueña del silencio proclamando poderosa su murmullo de agua  entre el granito y los árboles, mientras el caminante penetra en la  “ escondida senda “  que aún conserva los rincones  de mesas y bancos de piedra para el reposo en las soleadas tardes, que, haberlas, “haylas”. 


En ese silencio contemplativo, lejano, de un recuerdo no vivido antes, pero muchas veces imaginado,  su casa de “A Matanza “ en Padrón se ofrece al visitante firme, fuerte, sencilla, humana al fin en sus medidas, en su altura , en sus vanos , su mirador abierto y en su ordenado recorrido del último y final reposo de Rosalía  ya enferma de muerte a sus 48 años.


Subo el primer peldaño de la generosa  sala de la entrada. En la planta baja, zaguanes, almacenes, despensa, bodega, salas , en fin , de acopio, que guardan hoy la obra  de Rosalía, sus primeros poemas, sus primeros libros, sus fotos, su madre, sus hijos, los cientos de recuerdos de los emigrantes gallegos en  la "América Total", de Uruguay, Argentina, Cuba, Chile,  México, mientras la segunda planta conserva intacto el escenario de su vida. Vida y obra se muestran mezcladas y ordenadas en un juego armonioso de estancias  que seducen al visitante en un entorno que trasluce la armonía de sus sentimientos. De una vida de inicial deriva incierta. Inscrita en el registro civil como nacida en Santiago como hija  “ilegítima  de su madre Teresa de la Cruz de Castro, y padre desconocido que, hoy sabemos, era cura de Santiago, no entró en la inclusa como era la costumbre, ya que fue criada por sus tías paternas hasta los cinco años en que comenzó a vivir con su madre. Casó a los 21 con Murguía  historiador que será director del Archivo de Simancas donde la escritora nos dejó esos inconfundibles versos de:  planura sempre planura, / deserto sempre deserto.



Se abre paso  a golpes de dolor y realidad a  la poesía y a la belleza de la permanente y universal visión  de la emoción por el paisaje y las vivencias de su tierra. Las estancias domésticas en ese escenario de laberínticas salas  que desde la cocina, primer y esencial reducto de vida, con su fogón, su horno, su pila, todo  de piedra, sus cobres, potes, caldera, lechera, , sus basales y alhacenas, esa cocina  que da calor y lo administra  al resto de la casa, comedor, dormitorios , el suyo intacto conserva incluso  el armario con su propia ropa a la vista, despacho y biblioteca, sala de visitas, adornada con los paisajes y retratos familiares pintados por su hijo Ovidio, tan   limpias ,hermosas , reales, acogedoras, que trasmiten la sensación de escenas vividas en la familiaridad cotidiana de la vida y de la muerte, guardan primorosas y sencillas su memoria.  

La casa fue adquirida por los defensores de la cultura y la lengua gallegas ya en los años 40 y preservada como lugar de encuentro  cultural , que  incluso  el franquismo respetó. Hoy es patrimonio de todos los españoles.




           



sábado, 30 de marzo de 2013

Percepciones en la visita al Monasterio de Poblet (Tarragona)

Huir del dolor, de la soledad, del abandono, del ruido, llegar al silencio. La celda, la habitación de la Hospedería en la que me alojo, es de líneas puras, minimalistas  limpia, con una gran ventana al campo.  


El jardín cuidado de plantas aromáticas, el viñedo y las construcciones dentro de la cerca de piedra, fuera la extensión  de los pinares y la montaña en la que culminan los molinos batidos por el aire. El viento sonoro se escucha constante tras la ventana, los silbidos  anuncian el paso de las escasas nubes en un cielo azul. Ver pasar la tarde, la noche, esperar el tiempo, escuchar el silencio y el rumor del agua en la fuente y volver, volver a lo cotidiano, a lo que nos embarga a lo que nos desasosiega y nos entristece. Al caer la tarde, apetece asistir a los cánticos de los monjes que puntualmente se dan cita en las "vísperas" del día. Mas esa cotidianidad de lo difícil, de lo duro me protege, a veces, pues el placer y el disfrute no se alcanzan fácilmente. Quizás en este recogido rincón construido en torno al Monasterio Poblet, entre el sonar del viento y el silencio descubra la tranquilidad que necesito: desahogar la mente, llorar sin ruido, disfrutar la visita, no recordar, no pensar, dejar que pase el tiempo, esperar el silencio. 


A veces, el corazón atenazado por el pesar es un lastre difícil de arrastrar en los viajes de placer y nunca antes como ahora me había ocurrido y me había durado tanto tiempo, esperar el silencio. En este brutal tiempo de espera, siempre sumergidos en los límites.