jueves, 19 de mayo de 2011

Los mensajes de Pablo Ransa




Pablo Ransa nos devuelve el poder, el poder de la mente, nos abre a otros caminos inesperados que traslucen el pensamiento efímero, fugaz y a la vez lento, el recorrido sin reposo del pensar imparable. Ante el viento y la mirada del tiempo nos circunscribe a un espacio lejano, que en realidad es nuestro propio espacio, sin principio ni fin, abierto y cerrado al infinito paisaje del roquedo o del mar o de las nubes. Nos muestra un espacio abierto a la mirada perdida y a la hermosura primigenia de la musa, de esa "vendedora de sueños", impasible ante el artista que se muestra sediento  de horizontes interminables,  encabalgados  en el laberinto unas veces trasparente y otras más espeso y traslúcido, mas en cualquier caso lejano, pasajero y enfrentado al presente, a la belleza del paisaje y a la incomprensible complejidad de nosotros mismos. 

Sola, necesariamente sola, la belleza de los cuadros de Ransa aparece ante nosotros. Las figuras atrapadas en la red que enreda el espacio, ese espacio del “ destino equivocado” que nos lleva sin remedio al “final del paraíso“, a la soledad del ”pirata“ en el mar infinito, poblado de ciudades oscuras que emergen, mientras la niebla azul que envuelve “lo intangible“ nos llena de esperanza ante la efímera despedida del visitante. 


jueves, 12 de mayo de 2011

La excelencia en la escuela: una oportunidad para todos

Siempre será la educación un tema polémico y abierto a la controversia. Por más que se consigan avances importantes en su aplicación y los resultados ofrecidos merezcan un reconocimiento homologable internacionalmente, aún se verá aquejada de problemas e insuficiencias que sólo la decisión política se encargará de corregir o mitigar si realmente existe decidida voluntad para ello. Ahora bien, si la educación adolece de problemas estructurales que son consustanciales a los de la propia sociedad, no es menos evidente que constituye, junto con la atención sanitaria, uno de los pilares esenciales del desarrollo y la cohesión social. De ahí que no quepa entender la política educativa en el marco de la pretendida dicotomía que a menudo se plantea entre libertad e igualdad, concibiéndolas como dos nociones antitéticas que, referidas al ámbito específico de la educación, se utilizan como argumentos justificativos de las medidas de exclusión o discriminación en lo que constituye un derecho fundamental del ciudadano. Bastaría remitirse a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece las premisas en las que se sustenta el funcionamiento de la sociedad contemporánea, para darse cuenta de lo que ese derecho significa. No en vano a él se atribuye (Art. 26) “el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales”.

Consagrado de esta manera, carece de sentido entenderlo como un campo de confrontación entre la libertad y la igualdad, a no ser que se conciba la libertad de forma reduccionista y se entienda como tal el conjunto de medidas que anteponen el privilegio a la preservación de un derecho básico, que de ese modo quedaría lesionado o, en todo caso, circunscrito a la defensa de situaciones que poco o nada tienen que ver con lo que en teoría representa una de las mayores conquistas de la sociedad tras la Segunda Guerra Mundial. En esta idea insiste claramente Tony Judt en su excelente “Postguerra” (Taurus, 2010 ) donde demuestra hasta qué punto la universalización del derecho a la instrucción básica, sin que supusiera menoscabo de la defensa de la libertad, representa uno de los baluartes esenciales de la recuperación europea.

Cuando estas reflexiones vienen respaldadas por la experiencia directa sobre cómo funciona el sistema educativo, resultan convincentes las consideraciones que apuntan en el sentido de que establecer mecanismos de segregación en la Enseñanza Secundaria basados en la determinación de la excelencia a edades tempranas se muestra, en el fondo y en la forma, como una medida rígida que obstaculiza las posibilidades del proceso formativo en el que se encuentra el alumno en una etapa decisiva de su vida personal e intelectual.

En el proceso de aprendizaje se dan múltiples circunstancias que lo hacen complejo y, por tanto, necesitado de cautelas que eviten los riesgos en que se pudiera incurrir. En una misma clase, y a partir de la explicación de un mismo profesor, cada alumno aprende de un modo específico en función de su inteligencia, de sus actitudes y de la relación con su entorno, lo que hace que en la experiencia cotidiana todos aprendamos de todos, incluido el profesor, que también enriquece su perspectiva con la que le proporciona sentirse partícipe de una dinámica de interacciones permanentes y de sensibilidades en formación. En ese escenario de diversidad e igualdad de oportunidades – he ahí la dimensión del concepto de igualdad que se preconiza -  es obvio que un alumno excelente siempre desarrolla su capacidad, demuestra sus cualidades y, lo que es más importante, puede permitir que otros mejoren a su alrededor. Con palabras elocuentes, emanadas de la experiencia personal, lo ha expresado Renzo Piano,  Premio Pritzker de Arquitectura,  cuando en una entrevista afirmó:  No se me daba muy bien la escuela. Esto me ha permitido crecer con la idea de que tenia que aprender de los otros. Los empollones se forman pensando que son superiores y acaban siendo arrogantes. Yo tenía la sensación inversa”.

Y es que en realidad la capacidad de aprender es permanente en la persona, lo que puede llevarle a alcanzar la excelencia mientras el proceso no se interrumpa y  la labor del profesor haga posible el descubrimiento de cualidades latentes como responsable de un grupo intelectualmente plural, donde las capacidades aún distan mucho de haberse desplegado por completo. De esto todos tenemos ejemplos. De ahí la dificultad de captar o definir la excelencia en un momento en el que la vida intelectual ofrece potencialmente aún un largo recorrido. 

Hacerlo sobre la base de criterios preconcebidos y susceptibles de error puede provocar, a mi modo de ver, dos situaciones contradictorias y preocupantes. Por un lado, ungido como excelente un alumno en plena adolescencia, este reconocimiento selectivo podría repercutir en una situación real de freno al desarrollo de sus capacidades, al considerar que ha alcanzado el culmen de ellas, hasta mostrarse propenso a ese riesgo que tan bien describiera Lope de Vega al señalar que “con viento mi esperanza navegaba, perdonóla el mar, matóla el puerto”. Y, por otro, surge inevitable una pregunta: ¿cuántos alumnos de calidad perderíamos al sentirse interrumpidos en su proceso de formación camino de la posible excelencia cuando ya los derroteros de la vida le aboquen a la integración plena en la sociedad? En la educación todo es complejo y todo mejorable, excepto la exclusión  temprana, que puede llegar a ser irreversible, aspecto certeramente apuntado por Ortega y Gasset en su alusión a que “la vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada”.