lunes, 16 de marzo de 2009

Miradas sobre el Duero



Perspectiva de Castrotorafe, junto al embalse de Ricobayo en el Esla 

Guardo un recuerdo imborrable de mi abuelo paterno, que en las claras mañanas del verano castellano nos conducía a mis hermanos y a mí por los caminos secos y agrestes, de chinaco, hasta la ribera del río Esla. Nos mostraba las marras que, según él, iban a marcar la llegada de la  “lengua de agua”, nombre que mi hermano Tomás utilizó en uno de sus primeros poemas. La llegada de la lengua de agua haría desaparecer para siempre el paisaje hermoso de la ribera verde y frondosa, el paisaje de su juventud, de cuando él y el niño que entonces era mi padre, al final de la década de los felices años veinte, ajenos a todo lo que sucedía río abajo, disfrutaban de la riqueza del Prado de los Valles, donde pastaba el ganado de todas las especies, y que era su mayor riqueza. Nadie creyó nunca en el pueblo que el agua subiría desde el fondo del  río y el Prado de los Valles hasta el  Prado Pequeñín, justo  a la vera del pequeño núcleo de población.
            Pero un día, tal y como habían previsto los ingenieros de apellidos vascos, que estaban al tanto de las obras, sucedió. Un día la pacífica lengua de agua llegó hasta las marras. Desde entonces el pueblo perdió su paisaje, su mejor valor, los prados verdes de la ribera y conservó sólo el resto del término, pedregal pizarroso de escasas hoyas fértiles. Su geografía se transformó por las torres de alta tensión, él las llamaba los gigantes de hierro, como los antiguos molinos, que en la soledad de los campos castellanos, transportaban la electricidad lejos, hacían ruido y rompían el horizonte de la penillanura, entre las centenarias encinas y carrascas, y el oloroso manto verde de tomillos, jaras y romeros que embellecían  las estaciones.
            Solo en lo alto, el viejo dinosaurio de Castrotorafe, la descomunal fortaleza medieval, escenario de juegos infantiles, conservaba su silueta expectante sobre el nuevo mar azul que hizo de mi pequeño pueblo tierra adentro, casi un pueblo marinero, y en el que el embalse se convirtió en la nueva referencia visual del paisaje, con la subida y bajada de sus aguas, y hoy ya casi siempre seco, con su tierra agrietada, cuarteada su ribera, sin árboles, ni prados, ni ganado, seco y vacío, con su gigantesco Puente de la Estrella, que cruza el estrecho caudal del nuevo, desconocido y cenagoso rio Esla.
     Poco sabían sus habitantes de los impresionantes trabajos río abajo, que la colección fotográfica de Iberdrola nos muestra en la espléndida exposición organizada por Gerardo F. Kurtz, “Luces del Duero 1900-70”. Un largo y espectacular recorrido de casi un siglo que pone al descubierto el aprovechamiento estratégico de un paisaje, el “arribe”, en la confluencia del Esla, para extenderse después hacia el Duero, allá en el oeste, en la raya, en el límite de las pequeñas poblaciones de las provincias de Zamora y Salamanca con la frontera portuguesa.
            La  agudeza y decisión de visionarios como José Orbegozo y Federico Cantero Villamil y los capitales foráneos hicieron el resto. Sorprende cómo debió de ser el transporte en esos lugares, donde los caminos de rueda no habían hecho su aparición hasta finales del S. XIX. El estruendo de las gigantescas máquinas, la instalación de imponentes grúas, de grandes aliviaderos y turbinas. La mayor innovación en obra de ingeniería civil de toda España tenía lugar aquí, en el Oeste. Los primeros claros en los túneles graníticos, sin tuneladoras: imágenes extraordinarias. Como también lo es la del primitivo templo, la primera arquitectura que fue trasladada, piedra a piedra, hasta su actual destino en la basílica de San Pedro de la Nave.  
Pero sorprende aún más la escasa o casi nula referencia a la dureza del trabajo realizado, a las víctimas de los dramáticos y numerosos accidentes en esos roquedos y domos graníticos que las aguas de un primer Cuaternario habían abierto de cuajo, infranqueables. Son impresionantes los andamios de troncos de madera a más de 40 ó 50 m del suelo, clavados a pico en el valle en caída perpendicular a las aguas.
            Contaba mi profesor de Geografía, Don Jesús García Fernández, que en 1971 me llevó por primera vez a visitar la  aún hoy casi indescriptible presa de Aldeadávila y recorrer el complejo propiedad de la empresa que entonces era Iberduero, y que  por  fin  me explicaría la subida del agua hasta las marras,  que al principio de la obras incluso estudiantes universitarios de Salamanca iban a trabajar en los veranos a las presas, pero que eran tantos los accidentes, debido a las explosiones, y fueron tantos los muertos, que al final prefirieron contratar a los paisanos y a los portugueses de Tras Os Montes que apenas figuraban en los censos de esas tierras aisladas. Decía que esto lo contaba Don Miguel de Unamuno en sus cartas, aquel gran visionario vasco, que desde las tierras castellanas escribía “Contra esto y aquello”.
            Era el progreso que llegaba a esas tierras, grandes inversiones que no harían prosperar a esas gentes que seguirían abandonando esas tierras hasta la práctica despoblación en que hoy se encuentran. A cambio, las situaron en los primeros lugares de Europa en la producción de hidroelectricidad para atender necesidades que les eran muy lejanas. Pueblos y gentes que un día, de pronto, sin creérselo siquiera, vieron inundarse sus valles,  al tiempo que sintieron por primera vez el estruendo del agua que hasta entonces había corrido mansamente, aunque a ellos la electricidad solo les llegaría en el último tercio del S. XX. Doy fe.




miércoles, 4 de marzo de 2009

La ciudad iluminada en la fotografía de Luis Laforga

La noche del verano transparente descubre la ciudad desconocida.  Es la ciudad del paseante solitario, de la gente sin palabras, sumida en la luz nocturna, que agrega claridad y muestra la belleza auténtica del espacio vivido. Nos abre otra perspectiva, aquélla que los hábitos a que obliga el recorrido cotidiano, bajo las luces del día, nos impiden captar en toda su riqueza de matices. Nos brinda el sosiego que necesitamos cuando, libres del paso rápido, del ajetreo incesante, del coro de los sonidos y las voces, nos apetece hacer nuestras las imágenes más emblemáticas del paisaje urbano. Y es que la noche es capaz de transmitir la nueva mirada, el soberbio y bárbaro esplendor de la ciudad que habitamos, despojada de todo, sola en su arquitectura más que centenaria. Frente al ruido, el silencio; frente al fragor,  la calma, frente al espacio privado el espacio público, ocupado por niños, jóvenes y mayores que recorren la placidez de la noche veraniega, ese espacio del frescor nocturno, tan unido a nuestras vidas, a las primeras experiencias de libertad en campo abierto. En la plácida soledad de la noche la ciudad se llena de luz cuidada, de luz nocturna, del descanso, propiciado tras el caluroso mediodía, del espacio abierto a todos en sus calles, plazas y paseos, que la igualan, desprovista de lo cotidiano, a la belleza de la ciudad descubierta tras el objetivo de Luis Laforga.

Es el centro, lo que más nos identifica, lo que atrae la atención de un artista de  mirada siempre vigilante y dispuesta a no dejar pasar ningún matiz de luz que revele la personalidad de lo contemplado. Nos ofrece los edificios y espacios recobrados, libres de la negrura gris de antaño, pero es también la ciudad que nos acoge. Es la nuestra, la que vivimos, la que amamos, el escenario de nuestra vida y de nuestras vivencias. Es, en suma, el espacio compartido bajo la noche que nos evoca, en palabras de Lope de Vega, esa “noche, fabricadora de embelesos, que muestras a quien, a través de ti, sus ojos miran los montes y llanos y los mares secos”. Laforga lo ha sabido captar sin concesiones a la banalidad ni al mero esteticismo. Nos ofrece un excelente muestrario de imágenes y representaciones de lo que mejor identifica a la ciudad de Valladolid cuando la luz del sol se ha desvanecido.