jueves, 17 de enero de 2008

Ryszard Kapuściński: una mirada sincera y valiente

La exposición de fotografías sobre África (“África en la Mirada) que la Asociación de Periodistas Europeos organiza en la sede vallisoletana de Caja Duero representa un acontecimiento cultural de primer nivel. No es sólo un homenaje a su autor, el afamado periodista polaco Ryszard Kapuściński, sino a la par a todo un continente, en su mayor parte sumido actualmente en la miseria y la desesperanza. Recordar lo que son África, sus gentes, sus paisajes y sus costumbres aporta una sensación que el europeo no puede eludir por dos razones tan imperiosas como palmarias: porque nos son cercanos en el espacio y en el tiempo y porque, pese a la resistencia en admitir la contundencia de los hechos, no son pocas las responsabilidades que conciernen a Europa en el rumbo de los acontecimientos que lo han convulsionado hasta nuestros días. “L’Afrique noire est mal partie” (“África negra ha empezado mal”) es el título de la obra, ya clásica, que René Dumont, uno de los artífices del movimiento ecologista europeo, publicó en 1962 cuando en el continente cobraron entidad propia los sueños de independencia a partir del entramado de países cuyas fronteras habían quedado sancionadas definitivamente en la Conferencia de Berlín (1885), que consagró el reparto colonial.  Pretendieron en los sesenta del siglo XX “tomar el destino en su mano”, en expresión del propio Dumont, pero poco a poco las ilusiones creadas por una emancipación meramente formal se irían desvaneciendo, ante la indiferencia del mundo, para dar lugar a un panorama desolador, devastado en numerosos lugares por la guerra, la crisis, la explotación irracional de los recursos, la corrupción, el tribalismo y la casi desaparición del Estado.

Poca atención se ha prestado desde España a cuanto sucede en África, no obstante la proximidad a que se encuentra y las numerosas tensiones que de ello se derivan. De ahí que cuando se nos brinda la oportunidad de acercarnos, siquiera sea con la curiosidad de la mirada, a las imágenes que evidencian los múltiples matices y desgarros de una realidad insoslayable, la oportunidad no puede ser desatendida so pena de incurrir en la banalidad de la indiferencia, a la que tan propensa es nuestra sociedad. Una oportunidad que, irrepetible, se acrecienta cuando lo que a nuestros ojos se ofrece es el resultado de las percepciones y vivencias que Kapuściński tuvo en su impresionante y admirable experiencia africana.

Basta leer “Ébano” (Anagrama, 2000) para darse cuenta de lo que realmente significan la sensibilidad sin reservas de un intelectual comprometido con los problemas y los conflictos de su época. Expresarlos por escrito no es, desde luego, tarea fácil cuando las dificultades se acumulan, las privaciones son abrumadoras y el ambiente de incomprensión descorazonador. Aun así, la peripecia de Kapuściński en África se remonta al año 1957, cuando el “sol de las independencias” de que tan brillantemente habla Dumont comenzaba a surgir por el horizonte y las vivencias se enmarcaban en el contexto de las zozobras propias de la transición del modelo colonial a la nueva geopolítica a que se abrían los nuevos Estados con más entusiasmos que posibilidades. Durante cuatro décadas, el periodista polaco (1932-2007) viajó reiteradamente a lo largo y ancho del continente “evitando las rutas oficiales, los palacios, las figuras importantes, la gran política”. Por el contrario, los mensajes aportados por la realidad, y que recoge en descripciones excepcionales, le vendrían dados por el contacto directo con las gentes, por la vida vivida con las penalidades ocasionadas por todo tipo de carencias, por la inmersión sin paliativos en “la tela multicolor”, “el tapiz abigarrado” que el autor identifica con cuanto sucede en el turbulento entorno que le rodea.

Sólo una experiencia tan dilatada en el tiempo le permitirá asistir vigilante  a la trayectoria del África contemporánea, hasta el punto de que no es fácil encontrar en el panorama cultural de Occidente testigos tan cualificados y convincentes, a los que recurrir, con la confianza y credibilidad necesarias, para entender situaciones y acontecimientos difícilmente comprensibles. Ya se trate de dar explicación a la emergencia de la identidad política en Ghana, de describir la singular experiencia golpista de Zanzíbar, de interpretar las brutalidades del régimen de Idi Amin en Uganda o de Charles Taylor en Liberia, de encontrar una explicación al fracaso de los programas socializantes en Tanzania, de denunciar las atrocidades del apartheid sudafricano o las sinrazones bárbaras de las catástrofes de Ruanda o Sierra Leona…. siempre emerge la conciencia de quien siente todo lo que ve como propio, como entrañablemente afín, como algo que le incumbe más allá de la coyuntura o de la sensación momentánea de fracaso histórico que la comprobación fehaciente de los hechos proporciona. Nada le es ajeno, porque nada es trivial ni invita al desdén.

En todos los casos, y de forma reiterada, cual constante enriquecedora de las perspectivas utilizadas, gentes y paisaje se entreveran en una simbiosis que en África resulta indisociable. Y lo dice con palabras que no admiten réplica: “¡cómo encajan las gentes en ese paisaje, en esa luz, en ese olor!, ¡cómo se convierten el hombre y la naturaleza en una comunidad indivisible, armónica y complementaria!, ¡cómo se funden en un solo cuerpo!”. Todas estas sensaciones, experimentadas en primera persona y sin intermediación alguna, se transmiten a las imágenes registradas por la cámara que Kapuściński utilizará sin cesar. Cuarenta años dan para mucho cuando de plasmar en fotografía lo vivido se trata, y sobre todo cuando coinciden con la época en la que se fragua el África de nuestros días con todas sus contradicciones e incertidumbres. Sentirlas como próximas no es un ejercicio de mera retórica: es la obligación de una sociedad como la nuestra, empeñada en vivir de espaldas a lo evidente.