Además de las graves
repercusiones sociales y económicas de la crisis en la que nos encontramos, uno
de sus efectos más preocupantes consiste, a mi modo de ver, en la pérdida de confianza en todas las
direcciones imaginables. La cohesión social se resiente ante el impulso
espontáneo del “sálvese quien pueda”,
las políticas de solidaridad también se ven amenazadas, los vínculos de
supervivencia regresan al ámbito familiar, recelosos de que, a otras escalas
más abiertas, sus posibilidades se resquebrajen. Al tiempo la consideración
hacia los políticos disminuye a pasos agigantados, a medida que se comprueba la
impotencia mostrada, en el caso de quienes ostentan el poder, ante la magnitud
de los problemas, la incapacidad, cuando de la oposición se trata, para ofrecer
alternativas consistentes, o de la actitud escapista frente a la tragedia
social de que hacen gala aquellas opciones personalistas que tratan de pescar
en río revuelto, a la espera de captar los votos provenientes de cualquier
caladero decepcionado, sea el que sea. A
cada una de estas posturas es posible asignar en España nombres y apellidos sin
temor a confundirnos. Sólo excepcionalmente algunas opciones escaparían
a esta clasificación. Creo que huelga identificarlas.
Ahora bien, quienes por
profesión o curiosidad nos desenvolvemos en el ámbito de las llamadas ciencias
sociales, un halo de desconfianza absoluta aflora respecto al modo de entender
la realidad de conspicuos colegas, que acostumbran a mirar por encima del
hombro. Me refiero a la credibilidad
que en estos momentos cabría otorgar a todos los pontífices de la modelización
económica, a esa legión selecta de expertos que matematizan con gran
solvencia técnica los datos para ofrecernos paradigmas econométricos tan
impecables como estériles. Recurren a la abstracción para desentrañar las
lógicas del sistema económico hasta llegar a formalizaciones perfectas, mas de
supervivencia efímera cuando se muestran incapaces de anticipar los riesgos, de
dar respuesta a los problemas que de ellos se derivan, y de ofrecer soluciones
capaces de evitar que se vuelvan a reproducir. Tantos años de investigación,
tantas toneladas de obra impresa, tantas proyecciones encerradas en foros de discusión
que se cierran en sí mismos, tantos devaneos intelectuales, tantos menosprecios
hacia la economía social, entendida de otro modo.
Al final, todos sumidos en la misma ciénaga. La que se traduce en
el paro masivo, la pobreza, la desesperación y la desigualdad, coexistente en
el tiempo y en el espacio con el lucro desmesurado, con la arrogancia del
truhán que se siente impune, con el enriquecimiento obsceno, con la soberbia
del banquero que le hace un corte de mangas al Gobierno, mientras éste humildemente
le pide que, por favor, por favor, abra el crédito, reduzca sus beneficios y
modere sus sueldos y planes de pensiones estratosféricos. Cuando se pierde la confianza en el poder,
podría quedar un residuo a favor de los economistas que para eso están. Pero, a
estas alturas, ¿alguien da un duro, y
no hablo de euro, por los análisis con que muchos de ellos nos vienen
obsequiando al modo de una permanente ceremonia de la autocomplacencia?.