martes, 26 de octubre de 2010

Voluntad de enseñar y deseo de aprender



Monumento al Maestro en Conil de la Frontera 

No es infrecuente que de cuando en cuando afloren reflexiones muy críticas sobre la tarea de enseñar e incluso advertencias que provocan la inquietud. “En la actualidad – señaló no ha mucho un medio de comunicación de gran alcance- la educación es fuente de malas noticias, desinterés, visiones enfrentadas, perplejidad, y falta de entusiasmo, mientras los centros escolares, alejados como están del poder, la belleza, la ciencia o la cultura a gran escala,  son marginales”. Al leerla lamenté que quizá esa apreciación no se alejase en exceso de la realidad, aunque al tiempo tuve también muy claro que en el complejo y controvertido mundo de la enseñanza, en que nos movemos quienes con ilusión ejercemos este oficio, sabemos que los centros escolares encierran cabezas, pensamientos, sueños y esperanzas, albergan a nuestros niños y jóvenes, guardan nuestro futuro.           
Estas percepciones afloran cuando en el día a día, y sin esperar otra cosa que la atención y el respeto, tratamos de enseñarles, de transmitirles lo que sabemos. Tenemos entonces la sensación de controlar nuestro futuro, conscientes de que el incierto porvenir está  en las mentes y en las manos de quienes enseñamos, ya que en un mundo donde se carece una visión a largo plazo, donde el escándalo domina  como espectáculo y la información resulta abrumadora, la labor de enseñar amplia el horizonte de los saberes a la vez que selecciona la información para convertirla en conocimiento.
En realidad los centros escolares dedican su tiempo y su trabajo al desarrollo del saber y a la defensa de principios tantas veces olvidados en el devenir cotidiano. Y eso, que es lo esencial de nuestro trabajo en las aulas, ese primer espacio de encuentro con el universo, no siempre es tenido en cuenta ni suficientemente valorado. Debido sin duda a la lentitud de los resultados obtenidos, la nuestra es una carrera de fondo, en la que solo a veces se tiene  certeza  del resultado, como la pacífica y constante marea con la que penetramos en el saber y la prolongada satisfacción a la que este saber conduce. En su obra “La lengua absuelta” que recomiendo a todos aquellos que sientan pasión por la educación, Elias Canetti describe a su profesor más querido en la adolescencia: “no se esforzaba – dice-  en crear distancias, ni consideraba la autoridad externa como un valor absoluto y eterno, en su presencia  vivíamos en un campo de fuerzas emocionales. Quizás  existan hombres realmente venturosos incapaces de inspirar temor “            .
Y es que “cuando las horas decisivas han pasado, es inútil correr para alcanzarlas”, nos advirtió Sófocles. Recurro a menudo a esta frase para convencerme de la necesidad, en esta etapa crucial de la vida, de mantener despiertas las cabezas de los alumnos, cuidar sus sueños, alentar sus esperanzas, agrandar su mirada, ensanchar sus horizontes, abrir los largos caminos de sus vidas, desbloquear las barreras que tantas veces dificultan el porvenir  En ello insistía Voltaire al afirmar que “el futuro no es  de quien espera sino de quien sabe prepararse”.
            A lo largo de más de treinta años de docencia he visto todo esto en sus ojos y mucho más. He visto su preocupación, su incertidumbre, también un hondo sufrimiento vital, desmesurado para su edad; no se me han ocultado tampoco las sensaciones de lo imposible, su sorpresa ante lo desconocido y la alegría por los logros alcanzados. He sentido como propia  la alegría desbordante en pasillos y recreos y en el reencuentro de la vuelta he visto su pasión por la amistad, percibiendo en todos ellos, o en un gran mayoría, el hondo sentido de la justicia que plasman y transmiten en cada gesto.
            He de reconocer que en mi trabajo docente partí con ventaja. Tuve un gran maestro, mi padre, que ante las dudas, me dijo siempre con firmeza: primero, al alumno hay que quererlo; después, hay que enseñarle y, finalmente, hay que  exigirle. Sin emoción no se enseña nada ni se aprende nada, de modo que el orden de estos factores es inalterable, pues si se comienza  por el final nunca se llegará al principio y el fracaso será seguro. Es así como se enseña, valorando actitudes, cualidades, éxitos y  no solo  destacando  fracasos  o creando dificultades insalvables.
            León Tolstoi, en sus “Memorias de infancia y juventud”,   dice “que es tan fuerte la influencia de los elogios no solo en el ánimo, sino también en la inteligencia del hombre que sentí que mi talento adquiría un nuevo vigor y que las  ideas afluían a mí imaginación con rapidez extraordinaria”, pues, como él mismo insistió, “en las almas jóvenes todas las energías están orientadas hacia el porvenir.”
Los profesores discutimos de planes, programas, leyes y novedades burocráticas. Lo hacemos tanto en las reuniones obligadas de trabajo como en la cotidianidad de los encuentros,  donde hablamos de ellos, de nuestros alumnos, extraordinariamente diversos, de sus éxitos y de sus problemas, que son también los nuestros. En realidad hablamos de educación, conocemos de cerca lo que ocurre en los centros, y quizás eso ya sea suficiente, convencidos de que, por un momento, el mundo está en nuestras manos.
            Si sabemos hasta qué punto una idea simple y repetitiva conduce al autoritarismo y a la intolerancia, la actitud a defender no debe ser otra que la que aboga por la pluralidad necesaria, por la complementariedad de enfoques y perspectivas, de visiones y posibilidades. En definitiva, se trata de  un trabajo complejo, imbricado en el conocimiento de la realidad social, en la medida en que es el futuro de la sociedad lo que está en juego, en sintonía con la certera afirmación de John Rawls  cuando señala “que el valor de la educación consiste en favorecer el desarrollo humano y el desarrollo de las sociedades, lo que requiere un gran esfuerzo de  medios para alcanzar la igualdad que es el intento más eficaz de cohesión social”.

Quiero dar las gracias a mis jóvenes alumnos y alumnas, rescatar a los miles que han pisado las aulas del edificio más habitado de mi vida, por su esfuerzo, respeto, atención y valor y quiero darles las gracias por compartir  por más tiempo los nobles impulsos de la juventud, lo que  a veces los años nos arrebatan en aras de la madurez. El futuro es una carrera entre la catástrofe y la educación, decía  Kennedy en su  campaña electoral de los sesenta. El de la educación no es otro que el que se apoya, más allá de los formalismos y experimentos de turno, en las posibilidades que derivan de la voluntad de enseñar y el deseo de aprender.