Perspectiva de Castrotorafe, junto al embalse de Ricobayo en el Esla
Guardo un recuerdo imborrable de mi abuelo paterno, que en las claras mañanas del verano castellano nos conducía a mis hermanos y a mí por los caminos secos y agrestes, de chinaco, hasta la ribera del río Esla. Nos mostraba las marras que, según él, iban a marcar la llegada de la “lengua de agua”, nombre que mi hermano Tomás utilizó en uno de sus primeros poemas. La llegada de la lengua de agua haría desaparecer para siempre el paisaje hermoso de la ribera verde y frondosa, el paisaje de su juventud, de cuando él y el niño que entonces era mi padre, al final de la década de los felices años veinte, ajenos a todo lo que sucedía río abajo, disfrutaban de la riqueza del Prado de los Valles, donde pastaba el ganado de todas las especies, y que era su mayor riqueza. Nadie creyó nunca en el pueblo que el agua subiría desde el fondo del río y el Prado de los Valles hasta el Prado Pequeñín, justo a la vera del pequeño núcleo de población.
Pero un día, tal y como habían previsto los ingenieros de apellidos vascos, que estaban al tanto de las obras,
sucedió. Un día la pacífica lengua de agua llegó hasta las marras. Desde
entonces el pueblo perdió su paisaje, su mejor valor, los prados verdes de la
ribera y conservó sólo el resto del término, pedregal pizarroso de escasas
hoyas fértiles. Su geografía se transformó por las torres de alta tensión, él las
llamaba los gigantes de hierro, como los antiguos molinos, que en la soledad de
los campos castellanos, transportaban la electricidad lejos, hacían ruido y
rompían el horizonte de la penillanura, entre las centenarias encinas y
carrascas, y el oloroso manto verde de tomillos, jaras y romeros que embellecían las estaciones.
Solo en lo alto, el viejo dinosaurio
de Castrotorafe, la descomunal fortaleza medieval, escenario de juegos
infantiles, conservaba su silueta expectante sobre el nuevo mar azul que hizo
de mi pequeño pueblo tierra adentro, casi un pueblo marinero, y en el que el
embalse se convirtió en la nueva referencia visual del paisaje, con la subida y
bajada de sus aguas, y hoy ya casi siempre seco, con su tierra agrietada,
cuarteada su ribera, sin árboles, ni prados, ni ganado, seco y vacío, con su
gigantesco Puente de la
Estrella , que cruza el estrecho caudal del nuevo, desconocido
y cenagoso rio Esla.
Poco sabían sus habitantes de los impresionantes trabajos río abajo, que la colección fotográfica de Iberdrola
nos muestra en la espléndida exposición organizada por Gerardo F. Kurtz, “Luces del Duero 1900-70” . Un largo y espectacular recorrido de
casi un siglo que pone al descubierto el aprovechamiento estratégico de un
paisaje, el “arribe”, en la confluencia del Esla, para extenderse después hacia
el Duero, allá en el oeste, en la raya, en el límite de las pequeñas
poblaciones de las provincias de Zamora y Salamanca con la frontera portuguesa.
La
agudeza y decisión de visionarios como José Orbegozo y Federico Cantero
Villamil y los capitales foráneos hicieron el resto. Sorprende cómo debió de
ser el transporte en esos lugares, donde los caminos de rueda no habían hecho
su aparición hasta finales del S. XIX. El estruendo de las gigantescas máquinas,
la instalación de imponentes grúas, de grandes aliviaderos y turbinas. La mayor
innovación en obra de ingeniería civil de toda España tenía lugar aquí, en el
Oeste. Los primeros claros en los túneles graníticos, sin tuneladoras: imágenes
extraordinarias. Como también lo es la del primitivo templo, la primera arquitectura
que fue trasladada, piedra a piedra, hasta su actual destino en la basílica de
San Pedro de la Nave.
Pero sorprende aún más la escasa o casi nula referencia a la dureza del
trabajo realizado, a las víctimas de los dramáticos y numerosos accidentes en
esos roquedos y domos graníticos que las aguas de un primer Cuaternario habían
abierto de cuajo, infranqueables. Son impresionantes los andamios de troncos de
madera a más de 40 ó 50 m
del suelo, clavados a pico en el valle en caída perpendicular a las aguas.
Contaba mi profesor de Geografía, Don Jesús García Fernández, que en 1971 me llevó por primera vez a visitar la aún hoy casi indescriptible presa de
Aldeadávila y recorrer el complejo propiedad de la empresa que entonces era
Iberduero, y que por fin me
explicaría la subida del agua hasta las marras,
que al principio de la obras incluso estudiantes universitarios de
Salamanca iban a trabajar en los veranos a las presas, pero que eran tantos los
accidentes, debido a las explosiones, y fueron tantos los muertos, que al final
prefirieron contratar a los paisanos y a los portugueses de Tras Os Montes que
apenas figuraban en los censos de esas tierras aisladas. Decía que esto lo
contaba Don Miguel de Unamuno en sus cartas, aquel gran visionario vasco, que
desde las tierras castellanas escribía “Contra esto y aquello”.
Era el progreso que llegaba a esas tierras, grandes inversiones que no harían prosperar a esas gentes que
seguirían abandonando esas tierras hasta la práctica despoblación en que hoy se
encuentran. A cambio, las situaron en los primeros lugares de Europa en la
producción de hidroelectricidad para atender necesidades que les eran muy
lejanas. Pueblos y gentes que un día, de pronto, sin creérselo siquiera, vieron
inundarse sus valles, al tiempo que
sintieron por primera vez el estruendo del agua que hasta entonces había
corrido mansamente, aunque a ellos la electricidad solo les llegaría en el
último tercio del S. XX. Doy fe.
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