Siempre será la educación un tema polémico y abierto
a la controversia. Por más que se consigan avances importantes en su aplicación
y los resultados ofrecidos merezcan un reconocimiento homologable
internacionalmente, aún se verá aquejada de problemas e insuficiencias que sólo
la decisión política se encargará de corregir o mitigar si realmente existe
decidida voluntad para ello. Ahora bien, si la educación adolece de problemas
estructurales que son consustanciales a los de la propia sociedad, no es menos
evidente que constituye, junto con la atención sanitaria, uno de los pilares
esenciales del desarrollo y la cohesión social. De ahí que no quepa entender la
política educativa en el marco de la pretendida dicotomía que a menudo se
plantea entre libertad e igualdad, concibiéndolas como dos nociones antitéticas
que, referidas al ámbito específico de la educación, se utilizan como
argumentos justificativos de las medidas de exclusión o discriminación en lo
que constituye un derecho fundamental del ciudadano. Bastaría remitirse a la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece las premisas en
las que se sustenta el funcionamiento de la sociedad contemporánea, para darse
cuenta de lo que ese derecho significa. No en vano a él se atribuye (Art. 26) “el pleno desarrollo de la personalidad humana
y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades
fundamentales”.
Aula del IES Núñez de Arce. Valladolid
Consagrado de
esta manera, carece de sentido entenderlo como un campo de confrontación entre
la libertad y la igualdad, a no ser que se conciba la libertad de forma
reduccionista y se entienda como tal el conjunto de medidas que anteponen el
privilegio a la preservación de un derecho básico, que de ese modo quedaría
lesionado o, en todo caso, circunscrito a la defensa de situaciones que poco o
nada tienen que ver con lo que en teoría representa una de las mayores
conquistas de la sociedad tras la Segunda Guerra Mundial. En esta idea insiste
claramente Tony Judt en su excelente “Postguerra” (Taurus, 2010 ) donde
demuestra hasta qué punto la universalización del derecho a la instrucción
básica, sin que supusiera menoscabo de la defensa de la libertad, representa
uno de los baluartes esenciales de la recuperación europea.
Cuando estas reflexiones vienen respaldadas por la
experiencia directa sobre cómo funciona el sistema educativo, resultan
convincentes las consideraciones que apuntan en el sentido de que establecer
mecanismos de segregación en la Enseñanza Secundaria basados en la
determinación de la excelencia a edades tempranas se muestra, en el fondo y en
la forma, como una medida rígida que obstaculiza las posibilidades del proceso
formativo en el que se encuentra el alumno en una etapa decisiva de su vida
personal e intelectual.
En el proceso de aprendizaje se dan múltiples
circunstancias que lo hacen complejo y, por tanto, necesitado de cautelas que
eviten los riesgos en que se pudiera incurrir. En una misma clase, y a partir
de la explicación de un mismo profesor, cada alumno aprende de un modo
específico en función de su inteligencia, de sus actitudes y de la relación con
su entorno, lo que hace que en la experiencia cotidiana todos aprendamos de
todos, incluido el profesor, que también enriquece su perspectiva con la que le
proporciona sentirse partícipe de una dinámica de interacciones permanentes y
de sensibilidades en formación. En ese escenario de diversidad e igualdad de
oportunidades – he ahí la dimensión del concepto de igualdad que se preconiza
- es obvio que un alumno excelente
siempre desarrolla su capacidad, demuestra sus cualidades y, lo que es más
importante, puede permitir que otros mejoren a su alrededor. Con palabras
elocuentes, emanadas de la experiencia personal, lo ha expresado Renzo Piano, Premio Pritzker de
Arquitectura, cuando en una entrevista
afirmó: “No se me daba muy bien la escuela.
Esto me ha permitido crecer con la idea de que tenia que aprender de los otros.
Los empollones se forman pensando que son superiores y acaban siendo
arrogantes. Yo tenía la sensación inversa”.
Y es que en
realidad la capacidad de aprender es permanente en la persona, lo que puede
llevarle a alcanzar la excelencia mientras el proceso no se interrumpa y la labor del profesor haga posible el
descubrimiento de cualidades latentes como responsable de un grupo
intelectualmente plural, donde las capacidades aún distan mucho de haberse desplegado
por completo. De esto todos tenemos ejemplos. De ahí la dificultad de captar o
definir la excelencia en un momento en el que la vida intelectual ofrece
potencialmente aún un largo recorrido.
Hacerlo sobre la base de criterios
preconcebidos y susceptibles de error puede provocar, a mi modo de ver, dos
situaciones contradictorias y preocupantes. Por un lado, ungido como excelente
un alumno en plena adolescencia, este reconocimiento selectivo podría
repercutir en una situación real de freno al desarrollo de sus capacidades, al
considerar que ha alcanzado el culmen de ellas, hasta mostrarse propenso a ese
riesgo que tan bien describiera Lope de Vega al señalar que “con viento mi
esperanza navegaba, perdonóla el mar, matóla el puerto”. Y, por otro, surge
inevitable una pregunta: ¿Cuántos alumnos de calidad perderíamos al sentirse
interrumpidos en su proceso de formación camino de la posible excelencia cuando
ya los derroteros de la vida le aboquen a la integración plena en la sociedad?
En la educación todo es complejo y todo mejorable, excepto la exclusión temprana, que puede llegar a ser
irreversible, aspecto certeramente apuntado por Ortega y Gasset en su
alusión a que “la vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no
renunciar a nada”.