lunes, 24 de diciembre de 2007

Cien años de Santa María de Iquique

A comienzos de los años setenta del siglo pasado el grupo chileno Quilapayún dio a conocer al mundo la versión musical de la Cantata de Santa María de Iquique, en la que narraba la masacre que tuvo lugar en la zona minera del Norte chileno en 1907. Su impacto fue grande en la juventud de la época, ya que permitió descubrir un suceso del que jamás se había hablado. Un suceso remoto en el espacio y en el tiempo, que de pronto quedaría asumido en ese momento como una tragedia cercana, otra más de las muchas que la humanidad sufriría a lo largo del siglo XX. Fue un acontecimiento clave en los albores de la nueva centuria, en el que se pusieron de manifiesto las contradicciones de las economías mineras emergentes, la agudización de los conflictos asociados a la explotación de los trabajadores que ello traía consigo y la importancia que tiene la evocación histórica de las luchas sociales para entender el mundo contemporáneo y los logros sustentados sobre ellas.
Ocurrió exactamente hoy hace cien años en la región chilena de Tarapacá y, más concretamente, en la ciudad de Iquique, el gran puerto desde el que se comercializaba hacia todo el mundo el mineral del salitre, fertilizante del que Chile abastecía  cerca de los dos tercios de la producción mundial del entonces llamado “oro blanco”, lo que proporcionaba al país un recurso estratégico y de gran abundancia, obtenido de las tierras de Perú y Bolivia tras la guerra que los enfrentó con Chile entre 1879 y 1884. En un ambiente, pues, de extraordinaria prosperidad mercantil, estimulado además por la fuerte depreciación del peso chileno respecto a la libra esterlina, tiene lugar un incremento fortísimo del precio de los bienes básicos del que derivarán graves repercusiones sobre el poder adquisitivo de los sectores más humildes, acentuadas además por la extrema dureza y severidad de las condiciones de trabajo. Los testimonios recogidos de la época son, en efecto, reveladores de una situación que poco a poco se iría haciendo insostenible, a medida que las reclamaciones planteadas para mitigarla eran sistemáticamente desatendidas. De plano serían rechazadas, entre otras, la demanda de lograr un aumento del salario que paliase el fuerte deterioro sufrido tras la devaluación y la de percibirlos en dinero legal y no mediante bonos que eran canjeados por bienes en las tiendas de las empresas a precios superiores a los del mercado, la solicitud de protección frente a la altísima siniestralidad de un trabajo enormemente arriesgado e insalubre, que habría  de ir ligada también a la mejora de las viviendas en un entorno especialmente inhóspito o la petición de crear escuelas que permitieran a los trabajadores salir del analfabetismo en el que la mayoría se encontraba.
Tras múltiples y fallidos intentos de negociación el primer brote de huelga estalla el 4 de Diciembre, cuando los trabajadores del ferrocarril que transporte el mineral desde las “oficinas” (yacimientos) al puerto deciden paralizarlo, abriendo así un proceso de tensión que se generaliza en muy pocos días para, como demostración de su fuerza, adoptar la decisión de desplazarse a pie hasta la ciudad de Iquique, a fin de plantear directamente sus reivindicaciones ante las sedes de las compañías nacionales y extranjeras que tenían intereses en la industria y comercialización del que internacionalmente sería conocido como el nitrato de Chile. La llegada a la ciudad el 15 de Diciembre de los primeros grupos de trabajadores del salitre se vería engrosada por los que provenían del interior – los pampinos - , gentes humildísimas como corresponde a quienes ejercían labores agrícolas o ganaderas en el desierto más árido del mundo. Se crea en muy poco tiempo una corriente de solidaridad que suscita temor y provoca una actitud de desconfianza, refractaria a cualquier negociación en aras de la defensa del principio del “prestigio moral” frente a la avalancha de los que “nada tenían que perder”. Alojados en la escuela Domingo Santa María, la catástrofe no tardará en producirse cuando, ante la insistencia en el mantenimiento de la protesta y el temor suscitado por la aglomeración  creciente de los trabajadores y sus familias, se decidió por parte del general Silva Renard y con el consentimiento del Presidente Pedro Montt, proceder al ametrallamiento indiscriminado de la multitud, reforzado por el uso del fusil y los ataques a caballo. Nunca se supo la cifra de fallecidos. La censura de prensa fue terminante a la hora de señalar, sin posibilidad de réplica, que la represión se había saldado con 126 muertos y poco más de una centena de heridos. Investigaciones posteriores elevaron este número por encima de los tres mil, pero nunca esta cantidad ha sido oficialmente reconocida. La Cantata de Quilapayún habla de 3.600. Nadie hasta ahora los ha desmentido.


Chile se apresta a conmemorar con toda solemnidad la tragedia de Tarapacá y es muy probable que en las reuniones científicas previstas afloren nuevos datos que ayuden a avanzar en el conocimiento del que sin duda ha de ser considerado como uno de los principales hitos en la historia contemporánea del movimiento obrero. De ahí que no pueda pasar desapercibido en la conmemoración de su centenario, pues forma parte de la historia de la humanidad como un acontecimiento que trasciende a su marco geográfico para aleccionar sobre lo que realmente significa la lucha contra la injusticia  como solución de continuidad a través del tiempo entre las sociedades del pasado y las de nuestros días. Y es que, si partimos del hecho de que la conciencia de la injusticia de las sociedades es un hecho permanente en la historia, difícilmente podríamos entender lo conseguido hasta ahora sin rendir el merecido homenaje a los que lo hicieron posible con su esfuerzo y hasta con sus vidas. 

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Un profesor del Instituto Zorrilla en la expedición del Pacífico




La celebración del 150 aniversario del Instituto Zorrilla, que coincide además con el centenario del emblemático edificio de la Plaza de San Pablo, permitirá dar a conocer aspectos muy interesantes de su historia, que revelan tanto la importancia que ha tenido el Centro en la vida y en la cultura de la ciudad como lo mucho que ha representado la enseñanza secundaria pública en el desarrollo de la docencia y de la investigación en España. Entre las huellas más destacadas convendría aludir a lo que representó la personalidad de Don Fernando Amor y Mayor, cuya  figura ha pasado desapercibida hasta que descubrí su nombre en la lista de los profesores con que contaba el Instituto en sus primeros años de existencia.

Nacido en Madrid el 24 de marzo de 1822, obtuvo la  Licenciatura en Farmacia por la Universidad Central, para alcanzar el grado de doctor en 1845. Desde el primer momento se decantó por la enseñanza secundaria, ejercida interinamente en los Institutos de Cuenca y de Córdoba, donde logró “plaza en propiedad” como catedrático de Ciencias Naturales y donde la actividad docente y científica llevada a cabo alcanzaría sus cotas más altas. Ejerció una importantísima labor como naturalista, en estrecha sintonía con los avances científicos de la época, lo que le permitió convertirse en España en uno de los impulsores de las modernas técnicas aplicadas al análisis de las especies naturales, merced a las conexiones mantenidas con el extranjero, y que pronto merecieron un reconocimiento explícito al ser premiado en la Exposición Universal de Londres (1851), elegido miembro de la Sociedad Entomológica de  Francia en 1853 y comisionado poco después por la Diputación y la Junta de Agricultura de la provincia de Córdoba como su representante en la Exposición Universal de París.
Son años particularmente fecundos en la vida profesional del naturalista, en los que su labor se despliega de forma significativa a través de sus aportaciones al conocimiento de la riqueza natural, mediante la aplicación de criterios científicos al inventario de minerales e insectos, al tiempo que, al amparo del respaldo otorgado por la Diputación cordobesa, proyecta sus investigaciones a la mejora y modernización de las actividades agrícolas, así como al tratamiento de las plagas que afectaban a los cultivos arbóreos, como parte sustancial de un considerable esfuerzo empírico que cristalizaría en sus “Estudios sobre la Agricultura en sus varias aplicaciones” (Córdoba, 1856), que algunos autores consideran como una de las síntesis más rigurosas y actualizadas de la época.  El mérito que le corresponde como artífice de la Escuela de Agricultura de Córdoba, de la que llegaría a ser Director, avala una brillante trayectoria al servicio de la aplicación práctica del conocimiento científico, solidamente respaldada además  por una significativa obra, en la que se incluyen títulos que evidencian la curiosidad intelectual de Fernando Amor y su fuerte vocación viajera o, mejor aún, expedicionaria (“Recuerdos de un viaje a Marruecos”).

La conjunción de ambas cualidades justifica la incorporación de Amor a la Comisión Científica del Pacífico al poco tiempo de que hubiera tomado posesión de su cátedra en el Instituto de Valladolid, procedente del de Córdoba. La invitación a formar parte de dicha Comisión modificó las expectativas que pudiera haber tenido durante su estancia en Valladolid, que, aunque efímera, no impide el que se su nombre haya de estar asociado siempre a la del Claustro del Instituto Zorrilla,  pues de él salió como integrante de una de las experiencias científicas y geoestratégicas más sobresalientes y singulares de la historia contemporánea de España. La experiencia acreditada como experto naturalista durante el viaje científico realizado al Norte de África  en 1859, donde llevó a cabo la tarea de recolección y clasificación de insectos y materiales de interés geológico, sirvió de argumento para asignarle la misma responsabilidad en la expedición iniciada en Cádiz, a bordo de una fragata de la Armada, el 10 de Agosto de 1862 con el propósito de investigar las riquezas naturales de los países americanos ribereños del Pacífico, aunque en su trayectoria incluía también el conocimiento del Río de la Plata, de las extensiones aún escasamente exploradas de la Patagonia argentina y el archipiélago de las Malvinas.


En suma, se trataba de un recorrido selectivo a lo largo de la costa atlántica, con numerosas incursiones en el interior, para, tras cruzar el Cabo de Hornos, profundizar en el conocimiento del espacio que más interesaba, es decir, las costas de Chile y Perú.  Y es que, al tiempo que interés científico, la realización del esfuerzo expedicionario encerraba una intencionalidad de alcance político, consistente en afianzar la articulación de las posesiones españolas de Ultramar mediante la selección de un enclave estratégico que permitiera conectar con Filipinas. Mas la experiencia de Fernando Amor en la epopeya se vería frustrada por la enfermedad que quebró su salud en el recorrido por el desierto del Gran Norte chileno, para acabar finalmente con su vida en el Hospital Francés de la ciudad californiana de San Francisco, donde falleció en Abril de 1863 y donde actualmente reposa. Puesto que nunca se ha hablado de este tema en Valladolid parece llegado el momento de hacerlo, rescatando del olvido una figura ligada a la historia de la enseñanza pública en nuestra ciudad y que ha de merecer la atención debida en la conferencia que sobre la Expedición del Pacífico y la obra de Fernando Amor pronunciará el Director del Museo Nacional de Ciencias Naturales, Don Alfonso Navas, en los actos conmemorativos organizados este mes por el Instituto Zorrilla.