Monumento al Maestro en Conil de la Frontera
No es infrecuente que de cuando en cuando afloren reflexiones muy críticas sobre la tarea de enseñar e incluso advertencias que provocan la inquietud. “En la actualidad – señaló no ha mucho un medio de comunicación de gran alcance- la educación es fuente de malas noticias, desinterés, visiones enfrentadas, perplejidad, y falta de entusiasmo, mientras los centros escolares, alejados como están del poder, la belleza, la ciencia o la cultura a gran escala, son marginales”. Al leerla lamenté que quizá esa apreciación no se alejase en exceso de la realidad, aunque al tiempo tuve también muy claro que en el complejo y controvertido mundo de la enseñanza, en que nos movemos quienes con ilusión ejercemos este oficio, sabemos que los centros escolares encierran cabezas, pensamientos, sueños y esperanzas, albergan a nuestros niños y jóvenes, guardan nuestro futuro.
Estas
percepciones afloran cuando en el día a día, y sin esperar otra cosa que la
atención y el respeto, tratamos de enseñarles, de transmitirles lo que sabemos.
Tenemos entonces la sensación de controlar nuestro futuro, conscientes de que
el incierto porvenir está en las mentes
y en las manos de quienes enseñamos, ya que en un mundo donde se carece una
visión a largo plazo, donde el escándalo domina
como espectáculo y la información resulta abrumadora, la labor de
enseñar amplia el horizonte de los saberes a la vez que selecciona la
información para convertirla en conocimiento.
En realidad
los centros escolares dedican su tiempo y su trabajo al desarrollo del saber y
a la defensa de principios tantas veces olvidados en el devenir cotidiano. Y
eso, que es lo esencial de nuestro trabajo en las aulas, ese primer espacio de
encuentro con el universo, no siempre es tenido en cuenta ni suficientemente
valorado. Debido sin duda a la lentitud de los resultados obtenidos, la nuestra
es una carrera de fondo, en la que solo a veces se tiene certeza
del resultado, como la pacífica y constante marea con la que penetramos
en el saber y la prolongada satisfacción a la que este saber conduce. En su
obra “La lengua absuelta” que recomiendo a todos aquellos que sientan pasión
por la educación, Elias Canetti describe a su profesor más querido en la
adolescencia: “no se esforzaba – dice-
en crear distancias, ni consideraba la autoridad externa como un valor
absoluto y eterno, en su presencia
vivíamos en un campo de fuerzas emocionales. Quizás existan hombres realmente venturosos
incapaces de inspirar temor “ .
Y es que
“cuando las horas decisivas han pasado, es inútil correr para alcanzarlas”, nos
advirtió Sófocles. Recurro a menudo a esta frase para convencerme de la
necesidad, en esta etapa crucial de la vida, de mantener despiertas las cabezas
de los alumnos, cuidar sus sueños, alentar sus esperanzas, agrandar su mirada,
ensanchar sus horizontes, abrir los largos caminos de sus vidas, desbloquear
las barreras que tantas veces dificultan el porvenir En ello insistía Voltaire al afirmar que “el
futuro no es de quien espera sino de
quien sabe prepararse”.
A
lo largo de más de treinta años de docencia he visto todo esto en sus ojos y
mucho más. He visto su preocupación, su incertidumbre, también un hondo
sufrimiento vital, desmesurado para su edad; no se me han ocultado tampoco las
sensaciones de lo imposible, su sorpresa ante lo desconocido y la alegría por
los logros alcanzados. He sentido como propia
la alegría desbordante en pasillos y recreos y en el reencuentro de la
vuelta he visto su pasión por la amistad, percibiendo en todos ellos, o en un
gran mayoría, el hondo sentido de la justicia que plasman y transmiten en cada
gesto.
He
de reconocer que en mi trabajo docente partí con ventaja. Tuve un gran maestro,
mi padre, que ante las dudas, me dijo siempre con firmeza: primero, al alumno
hay que quererlo; después, hay que enseñarle y, finalmente, hay que exigirle. Sin emoción no se enseña nada ni se
aprende nada, de modo que el orden de estos factores es inalterable, pues si se
comienza por el final nunca se llegará
al principio y el fracaso será seguro. Es así como se enseña, valorando
actitudes, cualidades, éxitos y no
solo destacando fracasos
o creando dificultades insalvables.
León
Tolstoi, en sus “Memorias de infancia y juventud”, dice “que es tan fuerte la influencia de los
elogios no solo en el ánimo, sino también en la inteligencia del hombre que
sentí que mi talento adquiría un nuevo vigor y que las ideas afluían a mí imaginación con rapidez
extraordinaria”, pues, como él mismo insistió, “en las almas jóvenes todas las
energías están orientadas hacia el porvenir.”
Los profesores
discutimos de planes, programas, leyes y novedades burocráticas. Lo hacemos
tanto en las reuniones obligadas de trabajo como en la cotidianidad de los
encuentros, donde hablamos de ellos, de
nuestros alumnos, extraordinariamente diversos, de sus éxitos y de sus
problemas, que son también los nuestros. En realidad hablamos de educación,
conocemos de cerca lo que ocurre en los centros, y quizás eso ya sea
suficiente, convencidos de que, por un momento, el mundo está en nuestras
manos.
Si
sabemos hasta qué punto una idea simple y repetitiva conduce al autoritarismo y
a la intolerancia, la actitud a defender no debe ser otra que la que aboga por
la pluralidad necesaria, por la complementariedad de enfoques y perspectivas,
de visiones y posibilidades. En definitiva, se trata de un trabajo complejo, imbricado en el conocimiento
de la realidad social, en la medida en que es el futuro de la sociedad lo que
está en juego, en sintonía con la certera afirmación de John Rawls cuando señala “que el valor de la educación
consiste en favorecer el desarrollo humano y el desarrollo de las sociedades,
lo que requiere un gran esfuerzo de
medios para alcanzar la igualdad que es el intento más eficaz de
cohesión social”.
Quiero dar las
gracias a mis jóvenes alumnos y alumnas, rescatar a los miles que han pisado
las aulas del edificio más habitado de mi vida, por su esfuerzo, respeto,
atención y valor y quiero darles las gracias por compartir por más tiempo los nobles impulsos de la
juventud, lo que a veces los años nos
arrebatan en aras de la madurez. El futuro es una carrera entre la catástrofe y
la educación, decía Kennedy en su campaña electoral de los sesenta. El de la
educación no es otro que el que se apoya, más allá de los formalismos y
experimentos de turno, en las posibilidades que derivan de la voluntad de
enseñar y el deseo de aprender.