A comienzos de los años setenta del siglo pasado el
grupo chileno Quilapayún dio a conocer al mundo la versión musical de la Cantata de Santa María de
Iquique, en la que narraba la masacre que tuvo lugar en la zona minera del
Norte chileno en 1907. Su impacto fue grande en la juventud de la época, ya que
permitió descubrir un suceso del que jamás se había hablado. Un suceso remoto
en el espacio y en el tiempo, que de pronto quedaría asumido en ese momento como
una tragedia cercana, otra más de las muchas que la humanidad sufriría a lo
largo del siglo XX. Fue un acontecimiento clave en los albores de la nueva
centuria, en el que se pusieron de manifiesto las contradicciones de las
economías mineras emergentes, la agudización de los conflictos asociados a la
explotación de los trabajadores que ello traía consigo y la importancia que
tiene la evocación histórica de las luchas sociales para entender el mundo
contemporáneo y los logros sustentados sobre ellas.
Ocurrió exactamente hoy hace cien años en la región
chilena de Tarapacá y, más concretamente, en la ciudad de Iquique, el gran
puerto desde el que se comercializaba hacia todo el mundo el mineral del
salitre, fertilizante del que Chile abastecía
cerca de los dos tercios de la producción mundial del entonces llamado
“oro blanco”, lo que proporcionaba al país un recurso estratégico y de gran
abundancia, obtenido de las tierras de Perú y Bolivia tras la guerra que los
enfrentó con Chile entre 1879 y 1884. En un ambiente, pues, de extraordinaria prosperidad
mercantil, estimulado además por la fuerte depreciación del peso chileno
respecto a la libra esterlina, tiene lugar un incremento fortísimo del precio
de los bienes básicos del que derivarán graves repercusiones sobre el poder
adquisitivo de los sectores más humildes, acentuadas además por la extrema
dureza y severidad de las condiciones de trabajo. Los testimonios recogidos de
la época son, en efecto, reveladores de una situación que poco a poco se iría
haciendo insostenible, a medida que las reclamaciones planteadas para mitigarla
eran sistemáticamente desatendidas. De plano serían rechazadas, entre otras, la
demanda de lograr un aumento del salario que paliase el fuerte deterioro
sufrido tras la devaluación y la de percibirlos en dinero legal y no mediante
bonos que eran canjeados por bienes en las tiendas de las empresas a precios
superiores a los del mercado, la solicitud de protección frente a la altísima
siniestralidad de un trabajo enormemente arriesgado e insalubre, que
habría de ir ligada también a la mejora
de las viviendas en un entorno especialmente inhóspito o la petición de crear
escuelas que permitieran a los trabajadores salir del analfabetismo en el que
la mayoría se encontraba.
Tras múltiples y fallidos intentos de negociación el
primer brote de huelga estalla el 4 de Diciembre, cuando los trabajadores del
ferrocarril que transporte el mineral desde las “oficinas” (yacimientos) al
puerto deciden paralizarlo, abriendo así un proceso de tensión que se
generaliza en muy pocos días para, como demostración de su fuerza, adoptar la
decisión de desplazarse a pie hasta la ciudad de Iquique, a fin de plantear
directamente sus reivindicaciones ante las sedes de las compañías nacionales y
extranjeras que tenían intereses en la industria y comercialización del que
internacionalmente sería conocido como el nitrato de Chile. La llegada a la
ciudad el 15 de Diciembre de los primeros grupos de trabajadores del salitre se
vería engrosada por los que provenían del interior – los pampinos - , gentes
humildísimas como corresponde a quienes ejercían labores agrícolas o ganaderas
en el desierto más árido del mundo. Se crea en muy poco tiempo una corriente de
solidaridad que suscita temor y provoca una actitud de desconfianza,
refractaria a cualquier negociación en aras de la defensa del principio del
“prestigio moral” frente a la avalancha de los que “nada tenían que perder”.
Alojados en la escuela Domingo Santa María, la catástrofe no tardará en
producirse cuando, ante la insistencia en el mantenimiento de la protesta y el
temor suscitado por la aglomeración creciente
de los trabajadores y sus familias, se decidió por parte del general Silva
Renard y con el consentimiento del Presidente Pedro Montt, proceder al
ametrallamiento indiscriminado de la multitud, reforzado por el uso del fusil y
los ataques a caballo. Nunca se supo la cifra de fallecidos. La censura de
prensa fue terminante a la hora de señalar, sin posibilidad de réplica, que la
represión se había saldado con 126 muertos y poco más de una centena de
heridos. Investigaciones posteriores elevaron este número por encima de los
tres mil, pero nunca esta cantidad ha sido oficialmente reconocida. La Cantata de Quilapayún
habla de 3.600. Nadie hasta ahora los ha desmentido.
Chile se apresta a conmemorar con toda solemnidad la
tragedia de Tarapacá y es muy probable que en las reuniones científicas
previstas afloren nuevos datos que ayuden a avanzar en el conocimiento del que
sin duda ha de ser considerado como uno de los principales hitos en la historia
contemporánea del movimiento obrero. De ahí que no pueda pasar desapercibido en
la conmemoración de su centenario, pues forma parte de la historia de la
humanidad como un acontecimiento que trasciende a su marco geográfico para
aleccionar sobre lo que realmente significa la lucha contra la injusticia como solución de continuidad a través del
tiempo entre las sociedades del pasado y las de nuestros días. Y es que, si partimos
del hecho de que la conciencia de la injusticia de las sociedades es un hecho
permanente en la historia, difícilmente podríamos entender lo conseguido hasta
ahora sin rendir el merecido homenaje a los que lo hicieron posible con su
esfuerzo y hasta con sus vidas.