Esta carta fue
enviada, para su publicación al Diario “El Pais” el 13 de Marzo de 2005. No fue
publicada.
Muchas
veces explicando la Historia de España, me gusta llamarla de este modo aunque
la asignatura que imparto en segundo de bachillerato se llame sólo Historia, me
doy cuenta de que mi trabajo, en gran parte, está dedicado a desmitificar los
mitos de un pasado glorioso que en realidad estuvo lleno de dificultades. No es
una tarea difícil, pues, los historiadores se han afanado en análisis
documentados de la realidad histórica de España: de Atapuerca a la Constitución
de 1978. Lo que resulta más difícil es desentrañar en nuestra Historia ese
puñado preclaro de españoles que a lo largo del tiempo han tenido el valor de
la crítica, de la visión de la realidad, de la lucha por el progreso de la
sociedad, de la mejora de vida de las gentes, ya desde el siglo XIX de la
defensa de los valores éticos, de los principios de la democracia, de los
derechos humanos, y esto se debe a que, aunque muchos fueron los que lo
intentaron, esos períodos de progreso en nuestra Historia fueron tan breves: bienios, trienios,
sexenios, como mucho, que los largos períodos conservadores, con su ideología,
acabaron por borrarlos y hacerlos desaparecer, y aún hoy, pese al trabajo de
los historiadores, es difícil encontrar estudios, calles, plazas, referencias
que lo recuerden. Tan fuerte fue la voracidad de sus detractores que es difícil
hacer ver a los estudiantes que la reciente Historia de España no es sólo la
Historia del pesimismo.
A
finales de 2001 Juan Sisinio Pérez Garzón reivindicaba en las páginas de este
periódico la vigencia de Pi y Margall en el centenario de su muerte que había
pasado desapercibida para el conjunto de los españoles. ¿Qué fue de Olavide,
Prim, Azaña, Negrín, Tomás y Valiente? El peso de la humillación que sufrieron
es aún hoy más fuerte que sus ideas y el legítimo derecho que tenían para
expresarlas y su significado en nuestra Historia.